domingo, 17 de octubre de 2010

ÉRASE UNA VEZ...

Érase una vez una comunidad de súbditos que, por avatares de la vida, se quedó huérfana del único conductor autorizado que era el factotum de l….. . A su nombre estaba el autobús y nunca, jamás, dejó el volante a otra persona. Sólo confiaba en la segunda clase social de la que hablaba Platón y sólo él ocupaba la primera (también según Platón).

Pero la edad (que, por lo que se ve, no es Dios) no perdona ni siquiera a los que, arrepentidos, se arrepienten y confiesan su pecado de salvador de la patria.
Salvador de no sé qué, que, según algunos videntes de peligros inexistentes, la sociedad iba a despeñarse por no sé qué barrancos, cuando, en realidad, ésta se encontraba habitando una pradera de su propiedad y en la que la gran mayoría se encontraba felizmente instalada, dialogando, cantando y discutiendo, como hacen todas las sociedades que son conscientes de que la verdad no es monopolio de nadie y está,…… repartida.

Pero algunos no pensaron lo mismo y adquirieron un autobús destartalado, fuera de uso en casi toda Europa, y propusieron un carnet de conducir que sólo uno podía adquirirlo y usarlo.

Todos fueron obligados a subirse en él y una gran cantidad de personas vigilaba para que ningún viajero criticara, ni al conductor, ni al autobús, ni a la forma de conducir.
Quedaron prohibidos los chistes, las risas, los carnavales, las canciones picantes,… todo aquello que tuviera que ver con el concepto lúdico de la vida.
En las iglesias se pedía por “ducem nostrum ….” y “nuestro duce” mimaba a la fervorosa clase con privilegios varios, entre ellos uno que a mí, como monaguillo, me indignaba, “ellos estaban exentos de la mili” mientras mis hermanos, por el mero hecho de ser agricultores, tenían que interrumpir su vida laboral para nada aprender y sólo obedecer a la última ocurrencia del último de la cadena de mando. Ésta era, según ellos, las conductas ejemplares, la disciplina y la obediencia.

Cuando se volvía de ese obligatorio paréntesis “ya era uno un hombre”, porque esa, y no otra, era la mayoría de edad socialmente reconocida.
Ya se podía fumar delante del padre y ya se podía “pelar la pava” y pedir relaciones formales con esa muchacha de la que sólo conocía dónde vivía, quiénes eran sus padres, pero no cómo era ella, y así poder hacer lo que toda persona de bien debe hacer, casarse, tener hijos y que todo siga (que todo siga igual, se sobreentiende).

La elegida (ella, por lo general, no estaba capacitada para elegir y otros se habían echado sobre sus espaldas la “ingrata tarea de pensar, de tutoriar y de elegir”) ya se sabía, de antemano, cómo iba a comportarse, tanto de esposa, como de madre, como de nuera.


Pero unos franceses, jóvenes y desinhibidos, en vez de estar preparando los últimos exámenes, durante un mes de mayo de un año casi pornográfico, se montaron un macrobotellón anticipado y se empeñaron en “encontrar la playa bajo los adoquines” y “prohibieron prohibir” armando la marimorena por el vecino país.
Y como dice el refrán que “cuando las barbas de tu vecino….”, ataron más en corto a la juventud de dentro por lo que Biárritz y Portbou se convirtieron en pasos obligados para disfrutar, fuera, de unos placeres libertarios, literarios, visuales, conductuales,….desconocidos aquí dentro.


Pero el tiempo, siempre cruel por ser tiempo, nunca perdona, a nada y a nadie. Y el autobús, ya de por sí multirreparado con chapuzas “ad hoc” comenzó a entrarle agua por arriba, al tiempo que se oxidaba por abajo, manifestaba el “siniestro total” sin indemnización alguna.
También al conductor se le taponaban sus conductos vitales.
En poco tiempo el conductor propuesto voló por los aires al tiempo que el conductor perpetuo subió a los cielos y, tras ser juzgado, no sabemos si está a la derecha o a la izquierda del padre. Lo cierto es que dejó de estar entre nosotros.

Los viajeros se apearon y, tras mucho dialogar entre ellos y con aquellos que habían sido obligados a apearse años ha, convinieron en adquirir un nuevo autobús, un nuevo tipo de autobús.

Fue el año 1978 cuando se comprometieron a cumplir el nuevo reglamento, tanto para conductores como para usuarios.

Todo fue como fue. Mejor de lo esperado para casi todos, tanto para los escépticos como para bolsas de algunos aún añorantes.

La libertad de crítica es tomada, por muchos, como obligación de cambio.

Las nuevas autoescuelas políticas de los partidos están siendo simultáneas a una no tan buena conducción, lo que es tomado, por algunos, como necesidad de desguazar el autobús.

El autobús democrático está, aún, en rodaje. Ni siquiera tiene que pasar la I.T.V. , cuanto menos ser llevado al desguace.

En nuestras manos está el cambiar de conductor, si consideramos la no pericia, los volantazos, acelerones o frenazos de aquel al que los viajeros allí pusieron.

Pero ¡por Dios¡, que nadie intente romper las lunas, pinchar las ruedas, pintarrajear con grafitis… ¡Cargarse el autobús¡.

¿Qué tendrá que ver el autobús con el conductor?

Estamos hablando de España.

Estamos hablando de “democracia”

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