domingo, 15 de mayo de 2011

EL HOMBRE, LA SOCIEDAD, LA CONCIENCIA…

Ya Ortega distinguía entre “ideas” y “creencias”. Las ideas se tienen, se piensan, y uno puede dejarlas cuando se tope con otras de más peso. En las creencias, en cambio, se vive, en ellas se está. Es más difícil cambiar de creencias.
Pero cuando hablamos de creencias no nos referimos a las creencias religiosas, que son un tipo de creencias, pero no las únicas.
“Yo creo que existe Alaska”, “yo creo que existe Dios”, “yo creo lo que dice Antonio”, “yo creo en Antonio”, “yo creo que si piso la calle, al bajar de la acera, no se va a hundir”, “yo creo que aquella persona, sentada en el banco, es mi hija”, “yo creo que hoy es martes”… (podemos seguir añadiendo “creencias”).

Durante mucho tiempo se aceptaba la religión, como fuente de verdad, como se aceptaba el idioma como forma de comunicación. No conozco a ningún español que proteste por hablar español, como no conozco a ningún árabe que proteste por ser musulmán. Se han ido mamando conjuntamente, desde la niñez.

Nuestra personalidad se va formando a medida que maduramos, por la experiencia propia, por la cultura que se nos inculca.

Recibimos no sólo contenidos culturales sino también modos de pensar. En el mismo kit. Todavía seguimos diciendo “buenos días nos dé Dios” y “hasta mañana si Dios quiere”, “que baje Dios y lo vea”, “que Dios nos pille confesados”, “válgame Dios”, “se armó la de Dios es Cristo”…
La enseñanza patente (lo que se dice) y la enseñanza latente (lo que se hace) actúan conjuntamente
Nuestros hijos y, más aún, nuestros nietos van modificando el modo de pensar.

Ese gran filósofo gráfico, El Roto, pone en boca de un personaje: “los hijos no entendemos a los padres porque pertenecemos a distinta degeneración” (está bien escrito, “degeneración”).

La edad produce callosidades en el cerebro, son más persistentes los modos de pensar, no es tan fácil, con la edad, cambiar el chip, aunque se haga.
De ahí la mayor credulidad de nuestros adolescentes.
Digo “credulidad” y no “fe”.
Credulidad es la facilidad para ser persuadido, para confiar, para aceptar como verdadera la opinión de cualquiera.
Por ejemplo: todo niño es crédulo. Toma como verdad absoluta lo que su “seño” le diga, confía en ella.
De ahí la responsabilidad del maestro en la credulidad del niño. Dicha credulidad, mientras es incapaz de pensar por sí mismo, es una ayuda para el aprendizaje. Esa misma credulidad sería una fragilidad en una persona adulta.
Es lo que hacen los adoctrinamientos, pretender prolongar la infancia mental, que no se sea mayor de edad. Sólo así pueden solicitarse tutores y guías que lo orienten. Y ahí están ellos, los adoctrinadores.
También a los gobernantes (tristemente) parece que les importa mucho que no pensemos, para no cuestionar su labor de gobierno. Nos prefieren ingenuos e inmaduros polluelos y no gallos peleones y críticos.
Intentan persuadirnos no venciéndonos con razones, sino convenciéndonos del peligro que…. buscando, tan sólo, nuestro voto.
Así como para el estado somos ciudadanos, para los gobiernos somos, generalmente, votantes.

¡Cuántas veces deberíamos leer el texto de Kant: “Qué es la ilustración”, con su grito de “atrévete a pensar por ti mismo”, y si te equivocas, rectifica. No hay mayor acierto (que es el primer acierto) que reconocer un error. Pero a pensar se aprende pensando, como a andar andando y a nadar nadando.

Pero, junto con la lengua y con la cultura, también se nos infunden prejuicios, que condicionan, al mirar, nuestra forma de ver.
El prejuicio te hace estar seguro de algo que no se sabe.
¿A quién vas a creer, a mí o a ese gitano, a ese moro, a ese maltratador, a ese borracho, a ese negro,…?. ¡Cómo si las razones de éstos no pudieran tener más peso que las mías¡. Pero nosotros ponemos en medio el filtro del prejuicio y éste vence el brazo de la balanza a mi favor.
Tristemente estamos acostumbrados a que cuando la opinión del otro no es coincidente con la nuestra, lanzamos contra él descalificaciones morales, en vez de argumentos racionales.
Acudimos a materiales del ámbito moral, (descalificaciones, que son prejuicios) en vez de salir a la arena con argumentos (razones) del ámbito cognoscitivo.

El pre-juicio es lo que condiciona y casi determina el juicio. Al revés que el pensamiento crítico, que pone en cuarentena todo aquello que pudiera interferir en el conocimiento para ir buscando la verdad, sin dejarse engañar o autoengañarse.

A los “genes”, de nuestra herencia genética, se les superponen los “memes”, de la tradición o herencia cultural. Así NOS HACEN tal tipo de hombres.

Nos NACEN hombres (biología, nuestros padres, “genes”)
Nos HACEN tal tipo de hombres (sociedad, cultura, “memes”)
Nos HACEMOS PERSONAS (libertad, autonomía, responsabilidad, iniciativa…). Somos responsables de la persona que somos, por haber optado por lo que hemos optado, si hubiéramos…. entonces….

A pesar de las sociedades y las culturas, tan distintas, hay unos sentimientos universales, que se dan en todas ellas, aunque cada una los module, luego, de una u otra manera.
La rabieta infantil es universal. El respeto y desconfianza ante el desconocido, es universal. El pudor adulto es universal.
Hay ciertas partes de nuestro cuerpo, las partes “pudendas”, (los genitales externos) que son vergonzosas de enseñar y, en todas las culturas, se cubren.
Independientemente de que, además, ciertas culturas consideren “pudendas” otras partes. El rostro y los codos de la mujer islámica, sin embargo no sienten pudor en sacar la teta en un banco del parque para amamantar a su hijo.
O los chinos con los pies.

Cuando las “suecas” llegaron a España, descubriendo el sol y las playas (Alfredo Landa y sus películas), y nos enseñaron el bikini y, posteriormente, el top less, aquello fue el zamarrear nuestra conciencia moral, el pecado de recrearse mirando e imaginando (pecado de pensamiento), comenzamos a cambiar los esquemas mentales y morales. Hoy, estos esquemas, nuestra conciencia los acepta como algo normal.

Los árabes sienten la humillación como algo ínsito en sus venas (la verdad es que razón no les falta, porque ¡hay que ver lo que a lo largo de la historia los occidentales hemos hecho con ellos y con sus territorios, con su suelo y, sobre todo con su subsuelo¡)
Igualmente el temor occidental a la religión islámica violenta (11 S y 11 M…) después de que la sociedad, en el siglo XVIII, mandase a la iglesia de Roma a sus cuarteles, sin permitir que se inmiscuyera en las tareas de los gobernantes.
O la tradicional esperanza de las culturas india y china.

Culturas del miedo, del temor (por lo tanto de la preocupación y de la desconfianza), culturas de la humillación (por lo tanto del desquite) y culturas de la esperanza, de la resignación.

En cada una de ellas puede aflorar y florecer el sentimiento victimista, o el odio al extranjero, o el fervor patriótico, o la emoción, o el sentimiento y la furia nacionalista,… que movilizan a las masas y que, una vez encandiladas, son imprevisibles y difíciles de parar.

En medio de la vorágine, del torbellino, del ciclón de la multicrisis que nos tiene cogidos por los h…., se ha dicho, en todos los ámbitos, que la única manera de salir de ellas es fundamental la confianza (como para salir del remolino de agua del río es fundamental salir tangencialmente, y no directamente).
La confianza (fiarse de, confiar, no hacer falta una fianza) no es sólo interpersonal (yo confío en ti, en ese y en aquel), pero ¿puede confiarse en quien no se conoce?. ¿O sólo es posible, ante el extraño, el recelo, la precaución (lo opuesto a la confianza)?. ¿Puede uno confiar en el todo de la sociedad?. ¿Es posible, realmente, la confianza social?. ¿O es sólo una utopía, además de una ingenuidad?.

¿Puedo yo, que vivo al día con el dinero contado, fiarme, confiar en la Banca, en los Mercados, en los Grupos Financieros,… cuya misión y objetivo es “ganar dinero”, y cuanto más mejor?. ¿A costa de qué y de cuánto van a sacarnos de esta crisis, sin meternos en otra peor?.
¿O voy a confiar en que ellos van a desnaturalizarse, van a dejar de ser ellos, y van a convertirse, humildemente, en unas monjitas de la caridad, concediendo préstamos a quienes los necesiten, pequeños y medianos empresarios, para que creen puestos de trabajo, disminuya el número del paro…?.
Creerlos y confiar en ellos, ¿es utopía?,¿es ingenuidad?, ¿es ambas cosas?.

Hoy nosotros, el mundo occidental, nos hemos apuntado (y aquí estamos instalados) al hedonismo, al individualismo y al laicismo. Es lo que solicita la Razón como guía y el Capitalismo como modo de producción. Y quien, perteneciente a Occidente, no se apunte a esta tendencia mayoritaria será visto como bicho raro.

Nuestro mundo occidental vive obsesionado por la satisfacción de unos deseos, muchas veces artificiales y propuestos desde fuera, que los ha hecho suyos.
Se va al escaparate, al mercado, donde los buenos mercaderes han colocado unos productos, de manera llamativa, que llama la atención (el gasto en la publicidad), se entra a preguntarse cuál es el servicio que ofrecen y por su utilidad (curiosidad), se crea la falsa necesidad autojustificativa, el deseo y, como la necesidad artificial y creada exige ser satisfecha para ser feliz, se compra el producto (que ya lleva incorporado lo invertido en publicidad, en mano de obra, en material empleado, en ganancia del productor, más el 16% de IVA) y yo, pago todo eso.
El problema es que, si no lo adquieres serás considerado anticuado, carca, antediluviano,…(me refiero a móviles última generación, con no sé cuántos megapíxeles (o como se diga), ordenadores de no sé cuántos gigas de disco duro, coche anticontaminación, viajes al extranjero,…
Porque “uno tiene que identificarse con el grupo al que pertenece” para no dar la nota y ser discriminado.
Todos tenemos, además de una identidad personal, una identidad social.
El solipsismo es una condena y una cadena difícil de soportar. Necesitamos la aprobación, el visto bueno, del grupo, que nos acoja, que nos arrope, que nos valore.
El problema surge, en cada uno de nosotros, cuando la identidad social es tan apabullante que exprime la identidad personal, anulándola.
Uno deja de ser una persona autónoma, convirtiéndose en un zombi social.

Uno nace en la sociedad que, en suerte o en desgracia ha caído, en la que se habla una lengua y se va mamando y aprendiéndola al ritmo de mamar la teta de la madre y la comida al uso.
El estómago va llenándose de comida como el cerebro va madurando al ritmo de la adquisición del lenguaje.
Pero la lengua no son cajas vacías en las que verter contenidos, ya vienen llenas.
Uno aprende a hablar y a escribir palabras ya llenas de contenido, social y moral. Cargamos con las cajas y con lo que en ellas hay. Nuestro cuerpo va creciendo como va formándose nuestra conciencia moral, según las normas morales que hemos ido asumiendo, inconscientemente.
Aprendemos a hablar y aprendemos a comportarnos, a decir, a hacer y a obrar. Palabras y normas morales o de comportamiento que vienen en el mismo kit.

Después, el tribunal o el semáforo de nuestras normas morales, a hacer o a no hacer, será nuestra conciencia moral, que no es la voz de Dios (como se creyó durante tanto tiempo), sino la voz de la sociedad que yo he ido internalizando.
Pensamos socialmente, aunque creamos que lo hacemos individual y aisladamente.

Es el “superego” freudiano (social), lo que debo hacer o cómo debo comportarme, distinto al “ello” (las pasiones, los deseos, el cómo quiero comportarme) y el “yo” (la conciencia) en una encarnizada lucha para que haya paz y reconciliación entre esas dos fuerzas opuestas y tirantes, la que tira hacia arriba y la que tira hacia abajo, y el yo en la tirantez de la cuerda, para que no se venza para ninguno de los dos lados.

“Tanto las normas morales (de comportamiento) como la conciencia moral (el tribunal que juzga) tienen un origen social” – Aranguren dixit. Dejemos a Dios en su lugar y “demos al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.

El tribunal de mi conciencia moral, pues, es la internalización del tribunal moral de la comunidad. Pero no determinísticamente. Yo puedo desobedecer al tribunal y oponerme a su dictamen. Es la libertad. Y, su consecuencia, la responsabilidad.

Nuestro fuero interno proviene del foro externo, aunque luego nosotros amueblemos parte del espacio, con lo adquirido por nuestra experiencia, de manera libre, según la idiosincrasia de cada uno.

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