lunes, 20 de enero de 2014

6.5.- EL SENTIMIENTO EN UNAMUNO: LA LUCHA ENTRE LA FE Y LA RAZÓN


 
En la biografía de Miguel de Unamuno (1864-1936) podemos diferenciar dos etapas, que constituyen dos experiencias vitales:

1.- Una infancia creyente, alimentada por una fe ingenua.

2.- Una juventud racionalista y agnóstica, alimentada por el cientificismo, al que sigue un socialismo que poco a poco se irá cargando de tintes religiosos.

En lo sucesivo, Unamuno, y eso es lo que lo hace genuino, mantendrá ambas fases, si bien en perpetuo enfrentamiento, en continua e irresoluble lucha.

El regreso al paraíso perdido de la infancia, donde los frutos del árbol de la ciencia aún no habían sido paladeados, es imposible; hay que comprometerse con el mundo actual, con su ciencia dominadora y, entonces, sólo queda instalarse en la duda.

No se pueden despreciar las evidencias racionalistas que descansan en la ciencia, pero tampoco el yo de Unamuno puede hallar reposo en una visión materialista y unilateral del mundo que conduce a, y acaba en, la aniquilación, por eso podemos sintetizar fe y duda para obtener el término “fe dubitante”.

“Fe dubitante” que refleja el pensar de Unamuno, donde la verdadera fe no consiste en aceptar creencias sino en, de algún modo, crearlas.

 Pero la duda unamuniana no es una duda del tipo cartesiano, una “duda filosófica”, como Unamuno mismo dice, sino una “duda de pasión”, el eterno “conflicto entre la razón y el sentimiento”, una duda que bien podría llamarse “agonía” (“lucha”)

Un intento de solución de esta “agonía” se encuentre en su novela, San Manuel Bueno, mártir.

Aquí hallamos una reconciliación entre la razón científica y la religión.

La primera está personalizada en Lázaro, el progresista; la segunda, en el sacerdote Manuel Bueno quien, convencido de que su lucha es inútil, sigue creyendo que es conveniente (y ello da sentido a su vida) que el pueblo siga soñando con una vida futura que alivie su actual existencia no demasiado valiosa.

Para Unamuno, el filósofo no puede hacer filosofía únicamente con la “razón”, ya que el hombre es un todo, un “hombre entero constituido por la razón, sí, pero también por la voluntad y el sentimiento”.

Hasta qué punto Unamuno considera al hombre como un “ser más sentimental que racional”, queda reflejado en la obra Del sentimiento trágico de la vida:

«El hombre, dicen, es un animal racional. “No sé por qué no se haya dicho que es un animal afectivo o sentimental”. Y acaso lo que de los demás animales le diferencia sea más el sentimiento que no la razón. Más veces he visto razonar a un gato que no reír o llorar. Acaso llore o ría por dentro, pero por dentro acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de segundo grado.»

Como paradigma de este hombre entero, de este filósofo que debe caracterizarse no sólo por ser filósofo sino por ser hombre, Unamuno nos presenta a Kant.

El pensador de Königsberg había abatido “con su razón”, con su cabeza, en la Crítica de la razón pura, la posibilidad de saber acerca de Dios y de la inmortalidad del alma. El principio de causalidad no puede aplicarse más allá de la experiencia. Y Dios, en el que cree firmemente, no puede experimentarse, por su propia esencia, luego no es válida ninguna de las vías tomistas ni ningún intento de demostración de su existencia.

Sin embargo, en su Crítica de la razón práctica, reconstruyó “con su corazón, con su sentimiento”, lo previamente derruido.

Para Unamuno, las diversas concepciones que la filosofía ha dado acerca del ser humano han sido otros tantos caminos para huir del “hombre de carne y hueso”.

El intelectualismo escolástico quiso racionalizar las sustancias y lo que consiguió fue convertirlas en ideas muertas, en conceptos abstractos.

El racionalismo moderno, con Descartes, su padre fundador, a la cabeza, disolvió el yo concreto y existente, lo idealizó invirtiendo la verdad del sum ergo cogito (soy, luego pienso), por un falso cogito ergo sum (pienso, luego soy).

«Lo malo del Discurso del método de Descartes, no es la duda previa metódica; no es que empezara queriendo dudar de todo, lo cual no es más que un mero artificio; es que quiso empezar prescindiendo de sí mismo, de Descartes, del hombre real, de carne y hueso, del que no quiere morirse, para ser un mero pensador, esto es, una abstracción.»

Por su parte, el Idealismo alemán redujo lo real a ideas absolutas y el Positivismo, a pesar de suponer una reacción contra el Idealismo, negó toda metafísica y, debido a su método analítico, destrozó al hombre de carne y hueso y lo convirtió en un ser sin vida y sin conciencia.

De la crítica a la tradición filosófica no se salvan ni siquiera el “Vitalismo” y el “Existencialismo”, pues piensan sobre “la” vida y “la” existencia, no sobre “nuestra” vida y “nuestra” existencia, “la mía, la tuya, la suya, la de cada uno de nosotros como individuos, la vida concreta, que es la real”.

Todas las corrientes mencionadas han dado primacía a las ideas abstractas frente al hombre concreto, y Unamuno, parafraseando a Francis Bacon, llama a dichas ideas “ídolos”, los cuales deben ser destruidos.

Hay que salvar al individuo concreto, real y existente.

Si el sujeto y el objeto de la filosofía es el hombre concreto, los resultados de la filosofía deben tener un valor directo para cada individuo; la filosofía debe ser una “ciencia de los valores humanos”, y el más alto de ellos es “vivir, un vivir que es sentirse y quererse, donde sentirse es sentirse imperecedero y quererse es quererse eterno, es decir, no quererse morir”.

Si como dijo Spinoza, la esencia de cada ser es el esfuerzo (“conatus”) que hace por seguir siendo por siempre, indefinidamente, ¿no será el ansia de inmortalidad la condición primera y fundamental de todo conocimiento reflexivo o humano?

Y entonces, ¿no deberá ser también el punto de partida de toda filosofía?

Cualquier filósofo oficial calificaría a Unamuno como un “anti-filósofo”.

Para él, la filosofía no es conocimiento conceptual, sino el desarrollo de una visión del mundo que nace del sentimiento de la vida, influye sobre él, y lo determina.

«La filosofía responde a la necesidad de formarnos una concepción unitaria y total del mundo y de la vida, y como consecuencia de esa concepción, un sentimiento que engendre una actitud íntima y hasta una acción. Pero resulta que ese “sentimiento, en vez de ser consecuencia de aquella concepción, es causa de ella”.

Nuestra filosofía, esto es, nuestro modo de comprender o de no comprender el mundo y la vida, brota de nuestro sentimiento respecto a la vida misma. Y ésta, como todo lo afectivo, tiene raíces subconscientes, inconscientes tal vez.

No suelen ser nuestras ideas las que nos hacen optimistas o pesimistas, sino que es nuestro optimismo o nuestro pesimismo, de origen fisiológico o patológico quizás, tanto el uno como el otro, el que hace nuestras ideas.»

Así pues, Unamuno parte de la realidad del hombre de carne y hueso, donde vida y razón son dos polos opuestos: lo vital es irracional y lo racional antivital.

En ello consiste “el sentimiento trágico de la vida”, en tener su existencia el hombre “entre la espada y la pared, entre la fe y la razón”.

La primera es la voluntad de ser, la segunda la sospecha de dejar de ser. Y la lucha entre fe y razón se plasma en varias otras luchas que son la misma: “fe y duda”, “seguridad e incertidumbre”, “esperanza y desesperación”, “corazón y cabeza”, “vida y lógica”, “irracionalidad y razón”.

El hombre se da cuenta de que su fe es incompatible con su razón, pero también de que las necesita a ambas.

Ni puede vivir solamente amparado en la razón ni solamente abrazado a la fe.

El hombre de carne y hueso no es el que ha escapado de una u otra, sino el que se tambalea, el que oscila perpetuamente entre ambas.

A pesar de que Unamuno no deja un solo momento de hablar acerca de la fe, nunca dio una definición clara de en qué consistía ésta.

La fe nace de “un sentimiento” que luego se convierte en “deseo” y finalmente en “voluntad”, es una sensación íntima de la propia substancialidad espiritual, es la intuición psicológica de “un sentimiento que no es más que un deseo natural” que sale de la misma esencia del hombre concreto; negativamente, la fe se manifiesta como un temor a la aniquilación.

La fe no es creer en lo que no vimos, sino crear lo que no vemos; no es creer por la autoridad de otro, no es adherirse dogmáticamente a una verdad teórica, sino confiar en una persona que en la religión es la persona divina, pero que en la fe unamuniana es nuestra propia personalidad ya que Dios no es más que una creación del hombre.

Ahí radica el punto: “la fe es dubitativa porque el hombre puede haberse engañado y la razón, en su incansable actividad, siempre podrá contradecir las creaciones de la fe”.

El hombre de carne y hueso posee ambas facultades, la fe y la razón. No obstante, Unamuno tiene en mayor estima a la fe, pero cualquier hombre que se precie de serlo debe tener ambas.

Las dos son irreductibles y enemigas, y están en guerra perpetua. Es en este punto donde regresamos al tema de la inmortalidad.

En la eterna lucha entre el instinto de perpetuarse que lleva al hombre a querer serlo todo en todo y el instinto de conservarse que le empuja a mantenerse dentro de límites, surge el problema capital que angustia a Unamuno: el de la inmortalidad, derivado del instinto de perpetuación.

En un primer momento puede parecer que la fe se impone sobre la razón y la elimina. Pero lo cierto es que la intensidad con que se apoya la fe es directamente proporcional a las dudas que la acometen.

Estamos ante otro rasgo del sentimiento trágico de la vida.

Cuanto más fuerte son las dudas, más fuerte se hace la fe.

La fe, pues, siempre te deja en el aire, en una seguridad tan subjetiva que, en cualquier momento, la razón le pone un palo en la rueda. Y vuelta a la “agonía-lucha”.

El hombre tiene hambre de conservación, y con ella crea el mundo material de las cosas, pero también tiene otro tipo de hambre, el hambre de perpetuación, o lo que es lo mismo, de inmortalidad, y de una inmortalidad no sólo en el tiempo sino también en la realidad.

Esta avidez de inmortalidad no se reduce a lo que los budistas y Schopenhauer entendieron como la apetencia ontológica de perduración que lleva consigo el sacrificio de la individualidad y el sumergimiento en una única sustancia.

La inmortalidad en Unamuno es el individuo siéndolo todo en todo y sin renunciar a su ser individual.

Pero, ¿a qué concepción de la inmortalidad se adhiere el filósofo vasco?

No se puede decir que comparta ni la visión griega ni la cristiana de la inmortalidad.

Para los griegos, la inmortalidad consistiría en que cada cosa ocupase el lugar que le corresponde dentro de la jerarquía ontológica del universo.

A pesar de que Unamuno preferiría esta visión de la inmortalidad a la aniquilación, no la comparte. Ve en ella una postura quietista, estática, contraria al modo de pensar de Unamuno.

Quizá podría decirse que la inmortalidad unamuniana se acerca más a la cristiana.

Mientras la inmortalidad griega es racional, la cristiana es irracional, y a ello contribuye en gran medida el presentar a un Cristo resucitado.

El cristianismo olvida la inmortalidad del universo para centrar todas sus esperanzas en la inmortalidad del alma. Pero con el tiempo, esa fe cristiana en la inmortalidad basada en la irracionalidad tuvo que ayudarse, para hacerse sólida, de la razón, por lo cual la fe fue racionalizada, algo que sucedió en la teología escolástica, de ahí las grandes críticas de Unamuno a Santo Tomás de Aquino.

Esta racionalización de la fe le otorga al hombre una vida posterior en calma, algo en lo cual Unamuno no cree, pues para él en toda vida hay un fondo de lucha y, por tanto, la vida futura tampoco estará exenta de ese ingrediente tan conflictivo como primordial.

Así pues, ¿cuáles serían los rasgos definitorios de la inmortalidad unamuniana?

Principalmente, la inmortalidad debe ser siempre entendida desde el punto de vista del propio yo, del individuo que se niega a morir.

En segundo lugar, dicha inmortalidad está marcada por el sello de la tragedia, pues se manifiesta dentro de una oposición, la “del hambre de inmortalidad” y la “del sentimiento de mortalidad”.

Por otra parte, la presencia de Dios en el pensamiento de Unamuno se justifica como el ser dador de la inmortalidad, necesario para alcanzarla, de modo que es “ese hambre humana de inmortalidad la que crea a Dios” y hace que el hombre crea en él voluntariamente.

(P.D. Es una recreación personal de: “Unamuno: la lucha entre la fe y la Razón” de F. J. Fernández Defez)

 

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