martes, 13 de mayo de 2014

8.- 21 - LA SALVACIÓN DEL HOMBRE.


 
¡Cuántas veces no me sentaría, yo, ante el retablo de la nave central de mi Catedral Vieja, de Salamanca, en el que Nicolás Florentino representa el Juicio Final.

A la derecha de Dios (a la izquierda del espectador) están las personas vestidas de blanco, algunos saliendo de sus tumbas, los que han sido buenos en la vida y están destinados a la salvación eterna, mientras a su izquierda (derecha del espectador), desnudos y destinados al fuego eterno del infierno.

El Juicio Final abre, para los cristianos, las puertas a una eternidad, ultramundana, venturosa o desgraciada, según la balanza de la justicia, pesadora de las obras buenas y malas.

No sólo el alma es inmortal, también resurrección de los cuerpos, para que sea “todo el hombre” el que disfrute o sufra por toda la eternidad.

No sólo el Cristianismo, todos los hombres, en todas las religiones, en todos los tiempos, en todas las culturas, han sido conscientes de la condición dramática de la vida humana que, desde el momento mismo de nacer, se encamina a su destino, irrenunciable, a la muerte mientras se está vivo.

La vida es restar días hasta que llegue el final.

Y no sólo está presente, en su mente, la futura realidad de la muerte, sino también la presente realidad, mientras se vive, conviviendo con enfermedades, sufrimientos y toda clase de limitaciones.

Si contra la muerte no hay solución posible, sí que la hay contra las enfermedades, evitables.

Y si, en sus comienzos, era la oración y el sacrificio a Dios los únicos caminos para remediarlos, con el tiempo, y poco a poco, el hombre dio un salto de nivel, asentándose en el Logos o Razón, en la Filosofía (que incluía lo que hoy denominamos “ciencias”) como la solución, humana, de sus desgracias, sin tener que recurrir a Dios.

Comenzó con las prácticas médicas o terapéuticas, encaminadas, a base de experiencias, a aliviar el dolor, a sanar al enfermo, a aplazar (no a eliminar) la irremediable muerte.

Mientras la Razón comenzaba a caminar, eran las religiones, como proyectos de salud y de salvación, las que copaban todo el campo, no sólo en esta vida sino también, y sobre todo, en la otra.

Según suba la ciencia, como solución, irá bajando la religión, yuxtapuestas, como el agua y el aceite.

Los poderes malignos del demonio pasarán a ser interpretados, poco a poco, como defectos naturales de un mal funcionamiento del cuerpo humano, por unos desajustes.

La solución, pues, ahora en manos del hombre, consistirá en ajustar los desajustes somáticos.

Mientras la salud, en esta vida, poco a poco, irá quedando en manos de la ciencia, la salvación en la otra vida, tras la muerte, sigue siendo campo exclusivo de las religiones, ya que queda fuera del campo científico.

Los males, en este mundo, son relativos, temporales, penúltimos frente a los males del otro mundo, absolutos, eternos, últimos, sobre todo en el cristianismo.

Las religiones, todas, y cada una a su manera, proponen soluciones distintas, naturalmente.

Mientras las tres religiones indias (Brahmanismo, Budismo y Jainismo) coinciden en fijarse como meta el cese del dolor, la liberación no sólo de la existencia material presente, sino también del ciclo retributivo y transmigratorio del karma.

La ascesis más rigurosa y el camino adecuado es la renuncia al deseo, causa de todos los males.

Puesto que toda obra, buena o mala, produce retribución y karma no hay modo de evadirse de la transmigración o serie de reencarnaciones sino renunciando a toda obra y refugiándose en que “Atman”, el yo interior y profundo, el real, distinto del yo empírico, ilusorio y temporal.

Ésta es la vía brahmánica.

El “camino medio” de Buda consiste en la anulación del deseo de existencia y de individualidad.

Para Buda no hay “Atman”, no hay un yo real en alguna profundidad del ser humano.

La liberación de Buda, el “nirvana” o estado supremo y cuyo término procede de un término sánscrito que significa “evasión del dolor”, es extinción, no pura nada, pero tampoco realidad positiva.

La doctrina búdica de la salvación se compendia en las llamadas Cuatro Nobles Verdades:

1.- La realidad del mundo es esencialmente dolor, que se da en la enfermedad y en la muerte, en la unión con lo que nos disgusta y la separación de lo que amamos, en lo perecedero de todos los bienes.

2.- La raíz de todo dolor es la sed, el apetito, el deseo de goces o, sencillamente, de vivir.

3.- El único medio de poner fin al deseo y con él a la serie de los renacimientos es el “nirvana”, la extinción.

4.- El camino que conduce a la desaparición del dolor es el Sendero Óctuplo, que consiste en la rectitud de visión, de representación conceptual, de palabra, de actividad, de género de vida, de aplicación, de presencia de espíritu y de estilo de meditación.

La existencia empírica para estas religiones indias es un puro y simple mal del que hay que liberarse, mientras que para la mayoría de las religiones occidentales el mal por antonomasia es la muerte.

La salvación, pues, está más allá de la muerte, y es muy superior a la concepción que de ella tienen otras religiones, como la egipcia, la griega y la romana, para las que la existencia de ultratumba es subterránea, pálida, una mera sombra.

No fue así con los cultos histéricos, que proclamaban una verdadera salvación de la muerte en una vida superior, ya no mera sombra, sino perfección de la vida presente y que puede merecerse mediante buenas obras.

Los griegos imaginaban esa vida de ultratumba como inmortalidad del alma, del espíritu, tal como aparece en el Fedón, de Platón, poniéndolo en boca de Sócrates antes de tomarse la cicuta y tranquilizando a sus discípulos.

El judaísmo tardío y el cristianismo proclamarán la resurrección de los cuerpos, del hombre en su totalidad, y en el reino de Dios, sin dolor, sin enfermedad, sin injusticia, en un cielo y tierra renovados.

 

 

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