martes, 28 de abril de 2015

¿QUIÉN ES EL DIABLO? (9) EL DIABLO ES INDIO.



EL DIABLO ES INDIO.

Los conquistadores confirmaron que Satán, expulsado de Europa, había encontrado refugio en las islas y las orillas del mar Caribe, besadas por su boca llameante.

Allí habitaban seres bestiales que llamaban “juego” al pecado carnal y lo practicaban sin horario ni contrato, ignoraban los diez mandamientos, los siete sacramentos y los siete pecados capitales, andaban en cueros y tenían la costumbre de comerse entre sí.

La conquista de América fue una larga y dura tarea de exorcismo.
Tan arraigado estaba  el Maligno en estas tierras  que, cuando parecía que los indios se arrodillaban devotamente ante la Virgen, estaban, en realidad, adorando a la serpiente que ella aplastaba bajo el pie, y cuando besaban la Cruz estaban celebrando el encuentro de la lluvia con la tierra.

Los conquistadores cumplieron la misión de devolver a Dios el oro, la plata y otras muchas riquezas que el Diablo había usurpado.

No fue fácil recuperar el botín.
Menos mal que, de vez en cuando, recibían alguna ayudita de allá arriba.

Cuando el dueño de Infierno preparó una emboscada en un desfiladero, para impedir el paso de los españoles hacia el Cerro Rico de Potosí, un arcángel bajó de las alturas y le propinó tremenda paliza.

(E. Galeano. ESPEJOS. Págs. 118-119)


¿Y quiénes eran los indios?

“En Cuba, según Cristóbal Colón, había sirenas con caras de hombre y plumas de gallo”.

“En la Guayana, según sir Walter Raleigh había gente con los ojos en los hombros y la boca en el pecho”.

“En Venezuela, según fray Pedro Simón, había indios de orejas tan grandes que las arrastraban por los suelos”.

“En el río Amazonas, según Cristóbal de Acuña, había nativos que tenían los pies al revés, con los talones adelante y los dedos atrás”.

“Según Pedro Martín de Anglería, que escribió la primera historia de América, pero que nunca estuvo allí, en el Nuevo Mundo había hombres y mujeres con rabos tan largos que sólo podían sentarse en asientos con agujeros”


(E. Galeano, ESPEJOS. Pág. 119)

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