jueves, 8 de octubre de 2015

FE Y RAZÓN (1)



Confieso que soy agnóstico, que no soy fiel ni seguidor de religión alguna, que tengo muchos amigos creyentes, otros no creyentes y algunos crédulos (los respeto a todos por igual porque son iguales en cuanto personas), admiro a Jesús de Nazaret, al histórico, no al que han vestido de Dios y lo denominaron y denominan el Cristo, me seduce el cristianismo primitivo, el recién salido del horno de los primeros cristianos, aquellos de los que los romanos llegaron a decir: “hay que ver como se aman”, y no soporto a la jerarquía eclesiástica con su complejo de superioridad, la voz de su amo, su consideración de pastores como si sus fieles fueran ovejas necesitadas de prados y abrevaderos.

Tengo en alta consideración al “cristianismo vivido” tal como lo hacen los que se parten el alma en el tercer mundo, sin esperar nada a cambio, por el placer de imitar a Jesús de Nazaret.

Me considero hombre aristotélico, más racional que inteligente, crítico obsesivo y que meto el bisturí de la razón en todo lo que se menea por el afán irresistible de “querer ver claro, de iluminar lo obscuro” para poder decidir, con criterio, críticamente, si aceptarlo y loarlo o si rechazarlo y vituperarlo.
Mi moral es racional, laica, pues, sin colorido religioso alguno, lo que si no es digna de alabanza tampoco es merecedora de desprecio. Es un hecho, no un valor, aunque, para mí sea un “hecho valioso”.

Soy ajeno a la “papolatría” de turno y a los jerifaltes de la jerarquía, más amigos de la coacción y de la imposición que de la tolerancia, se me hacen, si no odiosos, sí incómodos.
La sumisión que exigen a sus seguidores no va con mi forma de ser.

Si como ciudadano no obedezco, por placer, las leyes sino que, simplemente, las cumplo y las acato, en el terreno moral la única autoridad a la que obedezco es a “mi conciencia”, aunque, siendo recta, sea errónea.

Si la fe debe ser racional, para ser auténticamente fe, la credulidad, infantiloide, hace tambalear mis cimientos.

Nada humano me es ajeno, como tampoco lo es lo divino. Con mi razón como lanza tengo licencia para tocarlo todo.
La “teología” misma ¿si no se hace desde y con la razón, desde dónde y con qué se hace?
Todo seglar puede y debe hacer teología si así lo desea y lo cree conveniente.
¿Desde cuándo es un coto privado de los teólogos oficiales?

No es posible que alguien crea lo que la razón condena. Lo irracional nunca puede ser objeto de fe.
No puede haber triángulos cuadrados ni en el cielo, ni aunque lo revelase un dios.

El gran pecado del hombre no es desobedecer a Dios (y, por extensión, a la Iglesia y sus vicarios) sino desobedecer a su conciencia, llevarle la contraria, obrar contra ella.

Nadie, pues, siendo creyente, está obligado ni a creer ni a obedecer todo lo que digan los jerarcas eclesiásticos, desde el papa hasta el último cura de barrio.

He dicho y repetido que soy un “crítico”, que quiero ver claro para optar racionalmente.

Veamos, pensemos, en la Historia.

La “crítica” hizo a Europa.

La Edad moderna no es sino el avance de la crítica en todos los campos, “en todo lo que se menea”.
Primero fue en unos campos y luego en otros.

Y la religión fue de los últimos. Aunque más que a la religión fue una crítica a la Iglesia como jerarquía, como poder, con su Teología oficial, tomista, aunque Santo Tomás fuera un medieval y no hubieran pasado, ya, varios siglos.

Se produjo el cambio de paradigma en Astronomía, en Física, en Geografía, en Tecnología, en Historia, en Geología,… La Crítica iba invadiéndolo todo y, ante la nueva iluminación, iba superando lo antiguo.

Si el hombre hizo, creó, la técnica, superando el trabajo manual, la técnica hizo técnico al hombre.

Ahora le tocaba a la Iglesia, a su Jerarquía, a su Teología, a su “palabra de Dios”.

Al crearse un nuevo mundo se creó, también, un hombre nuevo.

La imprenta, el libro, convirtió al hombre, de simple oyente, en lector, como el ferrocarril lo convirtió en viajero, el posterior avión en pasajero, la radio y la televisión en oyente y espectador de lo distante y sin moverse del sitio, y la tecnología, automatizada, convirtió al obrero de mono azul en trabajador de cuello blanco, sin apenas esfuerzo físico en su trabajo y sí y sólo trabajo mental.

Miramos al presente y contemplamos cómo la vida se nos ha alargado y está alargándose, pasando de aquella media de 30 años a la media actual de 70 para arriba.
Y no sólo en cantidad de años, también en calidad de vida.
La clase acomodada de tiempos antiguos disfrutaba de una calidad de vida peor, inferior, a la que disfruta hoy la clase económicamente débil.

Decía Marx que “el mundo es el cuerpo inorgánico del hombre”, y si ese mundo ha cambiado tanto, también ha cambiado el hombre,
Y si el hombre anterior miraba más al arriba del cielo, el hombre moderno ha apostado por el abajo de la tierra.

Hoy, ya, nadie “muere porque no muere”. Hoy, nadie quiere morir, nadie tiene prisa en abandonar esta vida que, si, a veces, es un valle de lágrimas, también, muchas veces, es un valle de alegrías variopintas y de momentos felices.

Y dudamos (negamos) que Dios sea el creador de nuestras almas que Él pone en nuestros cuerpos como efectos de una cópula entre un varón y una mujer.
La parte principal del hombre, la espiritual, sería divina y la parte material, la mala, la pecaminosa, sería la humana, el cuerpo.

Hoy, con la razón, hemos apostado porque la materia, a medida que se vuelve más compleja, da un salto cualitativo y de lo no vivo, muy complejo, sale, surge lo vivo, aunque fuera, en un principio, una vida muy simple, pero que a medida que va siendo más compleja da otro salto cualitativo, a base de pequeños saltos cuantitativos, evolucionando, hasta hacer surgir la conciencia.

Marx-Engels lo expresaban muy gráficamente: “el cerebro segrega pensamientos (la materia crea la conciencia) como el hígado segrega bilis”

El jesuita y paleontólogo Teilhard de Chardin lo expresa así: “el espíritu no es sino la forma más alta de la autorrealización de la materia”.
Con lo que, naturalmente, la Iglesia Oficial nunca ha estado de acuerdo y no ha soltado a Dios en el fenómeno del surgimiento de la conciencia, del alma, del espíritu.
Sigue siendo agustiniana: “Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está (vive) inquieto hasta que descanse en Ti”

Somos un fragmento del mundo que ha llegado a la conciencia, a ser conscientes de nosotros mismos, a la libertad.

Pero hubo que esperar al siglo XX para que un Papa, Pío XII, un intelectual, llegase a afirmar la “sana y legítima laicidad del Estado” y que “los seglares son hombres ufanos de su dignidad personal  y de su sana libertad”, incluso que un seglar pudiera “ser elegido Papa”

Pero si la Iglesia oficial, en el orden teórico, especulativo, sabe que tiene la batalla perdida, en el orden práctico batalla como nunca. Quiere estar presente en la vida de los ciudadanos, y no sólo en la iglesia y desde el púlpito, también desde la enseñanza en las aulas, con su teoría creacionista y con su moral religiosa.

Pero si volvemos a Jesús de Nazaret, la moral que Él proponía era una moral natural (“el sábado para el hombre y no el hombre para el sábado”, el “óvolo de la viuda”, la ayuda “curando a los enfermos”, “dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, “coger espigas del campo si se tiene hambre” (la “vida” como valor prioritario y superior a la “propiedad privada”)…

¿Y cuál es el objetivo de una “Ética cívica”? La convivencia social y la paz social, a pesar de los diferentes credos de las personas.

Ésta es la laicidad que ha conquistado el mundo actual sin depender nada más que del hombre mismo y de su razón, sin relación alguna con lo alto ni con el Altísimo, sin autoridad religiosa intermediaria entre Dios y los hombres, sin libro revelado de por medio.


El Derecho Natural, hoy, son los “Derechos Humanos”, productos de la razón, del diálogo y del consenso, y ajenos (no necesariamente contrarios)  a la fe, a cualquier fe, a cualquier Dios, y que debe ser la guía de todo hombre, creyente o no creyente.

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