domingo, 13 de diciembre de 2015

¿PALABRA DE HONOR? EL VALOR DE LA PALABRA.


¿PARA QUÉ SIRVE LA “PALABRA DADA”.

Repaso el “programa” del P.P. de las últimas elecciones y de lo que “decía” que iba a hacer  a lo que “ha hecho”

Bien sean las “palabras dichas” (en los mítines) o las “palabras escritas” (en los programas?

¿Para qué sirven?. ¿Puede uno fiarse de ellas y de quien las pronuncia y/o escribe?


        
         Cuando yo era pequeñajo, mi padre me llevaba a la feria del ganado. Íbamos a Fuentesaúco (Zamora), a 9 kilómetros de distancia de mi pueblo. Íbamos en la burra. Alguna vez iba detrás pero, por lo general, como era tan chico, iba montado delante. Nunca íbamos solos. Muchos agricultores de mi pueblo acudían, asiduamente, a la feria.
         Dejábamos los burros a las afueras del pueblo, en la “posá”, y cuando el posadero le decía que si le echaba una “postura” al animal, mi padre siempre decía que no, “porque sólo le echa paja y nada de cebada” – me decía luego.

         Acudían los labradores porque unas veces  había que cambiar el animal y otras porque había que vender o comprar.
         Mi padre compraba o cambiaba, cuando lo necesitaba, vacas y bueyes, para arar; a veces algún burro, generalmente burra, y una vez compró una cabra, mocha, de raza granadina, que daba mucha leche. Los domingos mi madre hacía una cazuela enorme de leche a la que le echaba achicoria (el café estaba prohibido, por caro; la achicoria era mucho más barata).

         En esas ferias de ganado se le preguntaba al dueño cuánto “pedía” por ese animal. Se seguía mirando y se le preguntaba a otro. Así hasta recorrer a todos los vendedores y ver todo el ganado.

         Cuando alguien le echaba el ojo a uno y le gustaba, se acercaba de nuevo al dueño y comenzaba el tira y afloja. Siempre había un tercero, incluso un cuarto, que intermediaban en el trato. “Sube algo, hombre; y tú, bájate un poco de ahí” y continuaba el forcejeo.
         Llegaba un momento en que el intermediario agarraba las manos de ambos, comprador y vendedor, las arrimaba, las juntaba, y cuando ambos “chocaban las manos” se pronunciaba la palabra mágica: “trato hecho”, con la mano del intermediario (que no cobraba nada, que era conocido o amigo o nada que ver con los dos “tratantes”) encima de las otras dos.

         No hacía falta nada más. Ni contrato ni nada. Se iba al banco (aunque, generalmente, se llevaba el dinero encima) se sacaba dinero, se pagaba y el comprador se marchaba para casa arreando el animal comprado, siempre por un camino, nunca por la carretera, porque la guardia civil la tenía bien vigilada.

         El trato hecho era suficiente. Se habían “dado la palabra”, los dos. Uno de que se lo había vendido y el otro de que se lo había comprado y ya no había marcha atrás. Aunque llegase alguien ofertando más por el animal vendido u ofertando otro animal por menos dinero.
         Estaba “cerrado el trato”. Y se acabó.

         Eran palabras no simplemente dichas, sino palabras dadas, preñadas, comprometidas, palabras que llevaban prendido un compromiso, una “promesa con”, y ésta, siempre, se cumplía.

         La palabra tenía un valor no sólo de comunicación, sino de ejecución.

         “Dar la palabra”, el “te doy mi palabra” era mucho más que una información. En la palabra iba prendida la persona. “Te doy mi palabra” era decir “te doy mi persona”, “comprometo mi persona” si no cumplo lo acordado.
         En “lo que digo” va “lo que soy”, en el mismo paquete, en un mismo kit. Y como “soy una persona honorable, honrada” queda comprometida mi honorabilidad, mi honor. “Palabra de honor”.

         “Faltar a la palabra dada” era “fallar la persona”.

         “Me lo prometiste” (solemos decir cuando alguien nos falla y no cumple lo dicho), no decimos únicamente “me lo dijiste”.

         Era un “auténtico juramento”, era poner a Dios por testigo de lo prometido, era autorizar a Dios para que me castigara si no lo cumplía.

         “Te lo juro por mi hijo”, era decir “que se muera mi hijo si no…”.

         Nosotros, de pequeñajos, solíamos jurar con la fórmula: “que me caiga ahora mismito aquí muerto si….”.

         Pero llegó un momento en que por aquello de “verba volant, scripta manent”, “las palabras vuelan, se las lleva el viento, donde dije “digo” digo “Diego”…pero lo escrito, las palabras escritas permanecen, esas no se borran ni desaparecen”……Ahora ya sólo hace falta la firma, que es el “juramento” pero ya no puedes volverte atrás, no por lo que dice el contrato, sino porque lo has firmado, sea lo que sea lo que el contrato ponga.

         Los contratos y las firmas son productos de la desconfianza. “Como no me fío de ti, dámelo por escrito”, ahora podré reclamártelo, vía judicial, si es necesario, porque ya no puedes “decir” que … está “dicho por escrito” aquí.

         Voy a un Banco a pedir un préstamo para una hipoteca y le doy al Director “mi palabra de honor” de que se lo devolveré con intereses y me mirará con una cara de ….(no sé cómo decirlo)…. Que me extenderá el contrato para que se lo firme o, si no, no hay préstamo.

         Sin embargo, las palabras que dice el sacerdote, en el momento cumbre de la misa, en la consagración, surte el efecto de la transformación del pan en el cuerpo de Cristo y del vino en su sangre. Son “palabras sagradas”, son “palabras mágicas”, que producen el efecto.
         Igualmente cuando te confiesas y el sacerdote dice “ego te absolvo a pecatis….”, “dice que te perdona” y “quedas perdonado”.

         ¿Y qué decir de la “palabra de Dios”?.

         Pero las palabras humanas han dejado de ser “honorables” porque los hombres hemos dejado de “ser honrados” o, aunque lo seamos, el otro no se fía de nuestra palabra, por lo tanto, tampoco se fía de nuestra persona.

         En otros lugares he escrito sobre la “cultura de la vergüenza” de Japón y la “cultura de la culpa” de la sociedad de herencia judeocristiana de Occidente.

         Para los japoneses “la vergüenza” es la máxima sanción que se puede recibir por una conducta incorrecta, y no experimenta atenuación alguna de su pena al hacer pública su falta, ni siquiera confesándola al sacerdote.
         El japonés vive de cara a los demás, necesita saber qué buena imagen tienen los otros de él. La sociedad es el espejo que le devuelve su imagen. Se orientan en la vida según el juicio de los demás.
         Prefieren suicidarse a tener que soportar la vergüenza ante la sociedad. En ellos no existe el sentimiento de culpa al estilo occidental. Para ellos lo malo es lo sucio exterior, no lo interior. Lo realmente importante es lo que los otros ven de uno, de cómo lo ven. No aguantarían la mirada de reproche. Es una moral fundada en la “vergüenza”.

         Esta “vergüenza” de la ética japonesa ocupa el mismo lugar que la “buena conciencia” en la ética judeocristiana occidental.

         Cuando un occidental ha pecado y siente el sentimiento de “culpa” no tiene más que confesarse para que, tras arrepentirse, la pena le sea conmutada por unas avemarías, y la culpa perdonada en nombre de Dios.

         Un japonés, en la feria de ganado de Fuentesaúco, que “diera su palabra” y no la cumpliera, sabiéndolo los demás, no soportaría el peso de la “vergüenza”, se “moriría de vergüenza”, literalmente, porque no soportaría los aguijones en la cara, ante una mirada real y de frente o toda la espalda clavada con los aguijones de las posibles y supuestas (fueran reales o ficticias) miradas por detrás.
         Un judeo cristiano occidental, en cambio, si triunfa en la vida, aún trapicheando, aún siendo un “sinvergüenza” o por serlo, será admirado por la gente, por el alto lugar que ha llegado a ocupar, sin importarle tanto el “cómo”, como envidiando no haberlo hecho él. Como él cree que todo el mundo es sinvergüenza, que todos lo que quieren es triunfar, si él triunfa sobre los demás aspirantes a ganadores, se considera el mejor y se ufana de serlo y los demás lo aplaudirán, premiándolo socialmente.

         Mientras mi japonés lo que desea es “estar a gusto” entre los demás, mi occidental a lo que aspira es a “estar arriba”.
         El primero es capaz de morir por honor, el segundo sólo por el éxito.
         El primero se siente a gusto en medio de la ley, el segundo bordeándola, traspasándola a veces y, ante el peligro, situarse otra vez en la frontera.
         El primero sería, si lo fuera, un cazador legal, el segundo, como más disfruta es, siendo un furtivo.
         El primero es un esclavo de la palabra, de su palabra, el segundo se considera un señor, un dueño de ellas, por lo tanto se considera con licencia para transgredir su propia palabra.
         Miradas lacerantes frente a miradas exaltantes.

         Si incluso es un piropo llamarle a uno “sinvergüenza” si ha conseguido lo que uno también hubiera querido para sí pero que no había conseguido (estafar a Hacienda, ligarse a una joven, esquivar un radar, evadir un impuesto, engañar a un ingenuo, salirse de la disco sin pagar, evitar un multa…)

         ¡Hosanna en las alturas¡, bendito el  que viene en nombre del éxito, bendito el triunfador.


         ¡Me quedo con mi japonés¡.

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