domingo, 10 de enero de 2016

CON LOS AÑOS A CUESTAS (5)


Es curioso. Llamas a una cosa “vieja” y, automáticamente, la calificas de rota, de inservible, anticuada, averiada, estropeada, abandonada. Ahora si la llamas “antigua”, entonces no sólo la conservas, sino que la estimas, la valoras, la pones en el vitrina. O sea, que lo “antiguo” es valioso, los “ancianos” son sabios, pero lo “viejo” es deterioro, estorba, contamina o estropea el paisaje, es gravoso. ¡Curioso el lenguaje¡ También se ha contaminado de economicismo. Valora o infravalora sólo según su interés.
Vivimos en una sociedad de cosas más que de ideas. El seguro pájaro en mano, aprovechable, vale más que la belleza de ver 99 pájaros volando y dibujando en el aire. El euro vale más que la justicia. La solidaridad y la concordia nada tienen que hacer ante el “yo, mí, me, conmigo, para mí”.
El anciano valdría, sería útil si ayudara, cooperara, a la depredación de los recursos naturales, pero es inútil si sólo es fuente de ideas morales  que tiendan a la prudencia, a la justicia, a la solidaridad, al humanitarismo, a la generosidad, a los sentimientos humanos. En el primer caso seríamos combustible social. En el segundo caso sólo somos lastre social.

 Rentabilidad versus emotividad.
Conocimiento racional, frío, calculador, previsor, versus conocimiento emocional, fuente de una comunicación más íntima, más inmediata y directa con el medio.
Explotar el medio versus mimar el medio. Transformarlo y consumirlo hasta agotarlo versus conservarlo descontaminado para identificarse con él, para vivir en él, para disfrutar de él y en él.
La torre de pisos en los que morar versus el parque de fuentes, de árboles y de paseos en los que vivir.

El economicista no necesita parques. Los mayores no necesitamos alturas. No somos rentables.

La convivencia debe estar preñada más de emociones que de conocimientos a secas.
Para la coexistencia la razón basta, para convivir lo emotivo es necesario.
Los usuarios de un autobús no son tu familia en tu coche.

A la vejez habría que darle un nuevo sentido.
Porque si es verdad que hemos dejado de producir y de competir lo cierto es que no hemos dejado de vivir. O mejor aún, hemos empezado a vivir realmente, a vivir bien.

Nos han retirado de la calle del trabajo, pero nos hemos trasladado a la avenida de los sentimientos, a disfrutar de los recuerdos contados y compartidos, a dedicarles a los nietos el tiempo que no pudimos dedicarle a los hijos.

No queremos ser simples datos estadísticos, queremos ser contemplados como animadores éticos, dinamizadores de una concepción ética de la vida social.
Merecemos el reconocimiento no sólo por lo que hemos hecho, sino por lo que somos, personas ilusionadas, que quieren seguir viviendo, y viviendo bien.


Deberíamos ser despertadores de sentimientos.

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