domingo, 9 de octubre de 2016

THAT IS THE QUESTION (9)

Cuando cayó el muro de Berlín, ese que para unos era el obstáculo para que no entrasen los de fuera y para otros para que no saliesen los de dentro, sus pedazos se vendían como oro en paño por el simbolismo que suponía, el levantamiento del telón de acero para el tránsito normal de personas, con la convicción de que llegarían a Occidente todos, o casi todos, los transeúntes y pocos los que lo cruzarían para pasar a la parte oriental.
Pero pocos saben que cuando se derruyó la Bastilla se empezaron a repartir, como reliquias, trozos de la fortaleza, por todo el país, que se fundieron las cadenas y con ellas se acuñaron medallas conmemorativas y con las piedras, incluso, se hacían pequeñas imágenes votivas de la libertad.
Hasta 83 se hicieron, que fueron enviadas a cada uno de los Departamentos.
Y es que la Bastilla, más que lo que en sí era, una fortaleza, era un símbolo de lo viejo, de la tiranía, de las detenciones arbitrarias, de la inseguridad, de la indefensión.
El paseo con la cabeza del Gobernador de la Bastilla, en lo alto de una pica, camino del Ayuntamiento es todo él un paseo expiatorio.
El ojo de una de las dos cabezas, sacado de su órbita, caía sobre el rostro oscuro del muerto, la pica le atravesaba la boca abierta, cuyos dientes mordían el hierro de la pica.
La gente, enfervorizada, gritaba de alegría.
Era la fiesta del chivo expiatorio, el mito de siempre, el culpable de todo lo malo, totalmente justificado, porque con su desaparición también desaparecían todos los males.

Incluso el paseo era expiatorio.

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