martes, 3 de enero de 2017

ACOMPAÑANDO A J.L. SAMPEDRO (14) LA MÚSICA



J.A. Marina contaba que su pasión juvenil y su opción profesional ideal había sido “la de ser bailarín para dedicarse a algo que le acercara al mundo artístico”, pero acabó recalando en la Filosofía tras descubrir que el pensamiento, al igual que el baile, encerraba una capacidad de “transfigurar el esfuerzo en gracia”

J.L. Sampedro también confiesa que: “si hubiese podido elegir habría sido músico. En mi casa había  mucha afición por la música…”
Y describe la música como “la más subjetiva de las artes, la más aérea, aquella cuyo material es menos palpable y, por tanto, más interpretable y flexible. Es el arte al que uno puede confiarse más”.

Y la razón la encuentra en su forma de ser: “Una persona como yo, que vive muy dentro de sí misma, encuentra en la música un gran vehículo de expresión. Con ella se puede confesar todo, guardando el secreto”

Y debe de ser verdad. Porque la misma notación, la misma partitura, interpretada por distintos genios musicales suena de forma distinta.
Y me recuerda a la poesía que declamada por distintos lectores suena de forma distinta, como si cada uno descubriera, en el mismo poema, algo recóndito que el otro no ve.

Y ya no es que no haya músicos, buenos músicos, sino que, se ha especializado todo, tanto, que hay especialistas en música clásica. Y más aún, especialistas en Chopin, en Mozart o en Wagner, porque no es igual la música de uno que de otro.

Muestra Sampedro veneración por la música clásica, la que “aunque suscite emociones distintas a las que el autor siente, tiene una capacidad de emocionar mayor que cualquier otra expresión artística. A mi, al menos, es la única que me hace llorar”

Pero, igual que es necesario que el maestro enseñe al niño a leer, con la entonación adecuada, también el profesor de música puede/debe enseñarte a oír, tras escuchar la música.
Yo recuerdo, de mi época adolescente, a aquel profesor de música que ante la audición de “Paseo en trineo”, de Mozart, nos enseñaba a oír el estallido del látigo y la aceleración de la velocidad de los perros arrastrando el trineo.

Pero lo que en realidad me elevaba al gozo auditivo era el “canto gregoriano”, de mis tiempos de estudiante en el Seminario de Calatrava, de Salamanca.
Incluso, uno de los primeros regalos de Reyes que me hicieron mis hijas fue un diskette de Gregoriano de los monjes del Monasterio de Santo Domingo de Silos.
Ese escuchar, y poder oír, una nana en la música que sonaba el día de la Inmaculada Concepción, donde la Virgen y Madre, María, le cantaba al niño, para dormirlo…

No es igual “escuchar” que “oír”, aquello es algo natural, eso puede ser enseñado y aprendido.

Recuerdo, aún, en la Catedral de Avignon, y recordando al español Benedicto XIII, el Papa (o Antipapa) Luna, catedral con una sonoridad excepcional, mi amigo Gregorio y yo, de paso hacia Italia, de camping, cantando gregoriano y retumbando nuestras voces.

Y esto ya fue más reciente. En un viaje a Praga, éste que esto escribe tiene la bendita afición, más que costumbre, a entrar en toda iglesia que encuentra con las puertas abiertas y el placer de encontrar, en casi todas ellas, cantando los coros música religiosa, relajante y donde sólo nos levantábamos cuando el espectáculo terminaba.

Un auténtico lujo, y placer.

Incluso hubo un tiempo en que estaba esperando el año nuevo por/para ver tanto los saltos de skíes como el concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de Viena y tararear, a coro con el público asistente. la “Marcha  Radetzky.

Ya no. Hasta la débil afición ha ido apagándoseme.

Así que poco más puedo acompañar a Sampedro en esta faceta de la música.

Sí, empecé a aprender violín (yo, que sólo tuve una bandurria, y la tocaba (por decirlo de alguna manera), muy mal, y hacía bulto en algunos cantos de tuna, por las calles de Salamanca) junto a mi hermano, con el que llegué a interpretar algunos dúos en la iglesia de Aranjuez.
Luego abandoné el violín a favor del piano porque me gustaba mucho la música de Chopin. Llegué hasta el quinto año de los métodos de piano. Más tarde, en Santander, Estanislao de Abarca me enseñaría muchísimo de música clásica, entre él y José Romero mejoraron mi educación musical”

No era “enseñanza de la música”. No era leer el pentagrama, tararear las notas, con sus tonos, semitonos, bemoles y sostenidos, era “educación musical”.
No era el niño que conoce las letras y comienza a leer, era saber la entonación adecuada que había que darle a las frases leídas.
Yo, de esto sí sé algo (no en vano estuve varios años dando “Lengua Española” (además de Geografía e Historia) en varios Institutos por los que fui pasando, de turismo didáctico obligatorio en mis años de “contratado” e “interino”.

Pero de “educación musical”, poco, casi nada (y eso que un curso, por aquello de completar horario para tener la “jornada exclusiva” tuve que impartir Música (pido, desde aquí, perdón a aquellos alumnos que tuvieron la desgracia de que les tocara yo).

“Desafortunadamente la guerra y las dificultades económicas me separaron del piano. Hoy, cincuenta años después, he vuelto a aporrearlo, porque un día, a la vuelta de un viaje, me encontré con un piano en mi salón, que Carmen Balcells me había hecho instalar. Y la verdad es que he hallado un medio genial de olvidarme de todo durante un rato cada día”.

Es lo que queda de esa “educación musical” habida, que nunca se apaga del todo, y a la menor ocasión… (Lo que no ocurre en mí con la poca y mala “enseñanza musical” que he tenido, porque ni rescoldo ha quedado).

Y, en una Conferencia impartida en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, en el 2.003, decía: “… donde además del piano, había una gramola. Esa palabra les sonará a antigüedad. Sin duda hoy lo es, Ustedes no pueden imaginarse a sí mismos sacando punta a las agujas de fibra para no rayar el disco, pero entonces la gramola era el mejor medio de reproducción musical. Aunque no tuviera agujas de diamante ni nada parecido, aquello era un prodigioso invento, la exquisitez número uno, a la que yo tuve el honor de acceder…”

Yo, la gramola no, pero sí cargaba con los discos de Alameda y Triana y aquel tocadiscos, medio mamotreto, Pick up, de color verde, para los guateques adolescentes, en el piso de algún compañero cuando sus padres estaban de excursión o se habían ido al pueblo a hacerle una visita al abuelo, donde aprendí a rodear con mis brazos, concentrado, a alguna adolescente que han quedado en mi recuerdo, y dando vueltas, lentamente, en esa baldosa de la que se tomaba posesión temporal, y sin apenas salirse de ella.

Y, en personajes de sus variados escritos, aparecen constantemente los nombres de Scarlatti, Bartók, Schubert, Chopin, Sibelius, Brahms, Bach, Mozart,… y no haciéndole ascos al tango Caminito, o a la zarzuela La Rosa del azafrán, o el pasodoble Marcial.


Esta exuberancia musical ya me desborda.

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