martes, 30 de mayo de 2017

ARISTÓTELES Y EL AMOR (2)

1.- QUERER

Igual que “entender” hace referencia al “entendimiento, “querer” hace referencia a la “voluntad”

Aristóteles, al describir el amor como «querer» está intentando dejar claro que el nervio o columna vertebral de la actividad amorosa se asienta en la voluntad.
Pero todos sabemos, por experiencia, que aunque el amor sea eso, no se agota en eso, que “amar” es más que “querer” (voluntad), porque se ama con toda nuestra persona.
Soy yo, entero, completo, el que ama, y no sólo mi voluntad; y en ese yo entran desde los actos más trascendentales, como el sacrificio por el ser querido o el proyecto de vida de la pareja, del matrimonio, de la familia, pasando por los sentimientos y actos que exteriorizan nuestro cariño a la persona amada, hasta las cuestiones  en apariencia intrascendentes, como el empeño por mostrarse elegantes y atractivos (¡él! y ella, ella y él!), el esfuerzo de la sonrisa, la caricia, el beso o la mirada de cariño aun en los momentos de cansancio o nerviosismo o desaliento, o los pequeños detalles que hacen más entrañables el retorno y descanso en el hogar.
No sólo en momentos especiales, sino en la vida cotidiana.

He escrito muchas veces que no es necesario regalar una rosa o un detalle, pero que tampoco está demás.

Amamos con todo lo que somos, sabemos, sentimos, podemos, hacemos, tenemos y anhelamos. Absolutamente con todo.
Se ama con “el todo de uno” al “todo del otro”

Amar, pues, consiste en volcarse todo entero en apoyo y promoción del ser querido entero.

La amplitud del amor es, pues, inabarcable, porque lo abarca todo, un repertorio cuasi infinito de actividades, desde la palabra hasta el silencio, desde el trabajo a la generosa disponibilidad hacia los hijos o amigos cuando andamos muy escasos de tiempo, desde la puesta a punto de la propia imagen a la de la casa, con minucias a menudo casi desapercibidas pero siempre indispensables.

Sólo se transforman en amor cabal y sincero en la medida en que todas ellas se encuentran pilotadas y como envueltas o sumergidas en una operación de la voluntad (el querer), que busca y pretende el bien de la persona amada.

Se ama a esa persona y se hace, voluntariamente, por ella lo que ella quiere y desea que se haga.

Amar y querer.

Se trata de palabras y realidades clave.
Pues el amor no se identifica con esos «me gusta», «me atrae», «me apetece», «me interesa», «me apasiona»… con los que  jóvenes y no tan jóvenes, pretenden justificar su comportamiento, y que, a fin de cuentas, si se los considera aislados y se los absolutiza, resultan más propios de los animales que del hombre.

Los animales se mueven, efectivamente, por atracción-repulsión, por instintos; buscan su bien, de una manera cuasi automática, lo que refleja su gusto o su rechazo impresos en su naturaleza en cuanto es beneficioso o dañino para ellos o para su especie.

Santo Tomás, muy aristotélico él, lo expresaba así: “Magis aguntur quam agunt”, “más que moverse, son movidos”, “más que hacer, son hechos hacer”.

Pero el hombre, aunque sea animal (“viviente sensible”), es más que animal.

El hombre trasciende las simples necesidades biológicas, y es capaz de realizar acciones que no resultan en absoluto explicables desde el punto de vista de su propia conservación física.
Muchas veces he escrito que el hombre es capaz de ir a ponerse inyecciones o meterse en un quirófano para que hasta le corten una pierna o le seccionen una parte de un órgano enfermo que tiende a invadir el cuerpo entero.

El hombre va al médico, al animal hay que llevarlo al veterinario.

El hombre, por expresarlo de algún modo, puede poner entre paréntesis sus instintos (rehuir el dolor) y querer y realizar una acción en sí misma buena, por más que a él no le atraiga, le apetezca o le interese… e incluso le desagrade y repugne; o, al contrario, no quererla ni llevarla a cabo aunque  esté muriéndose de ganas por realizarla, si advierte que ese acto no contribuye al bien de los otros.

Uno de los hechos que mejor pone de manifiesto la superioridad de la persona humana sobre los animales (“distancia infinitamente infinita” decía Pascal) es que, dejando aparte sus gustos, deseos y apetencias, cuando las circunstancias lo exijan, puede conjugar en primera persona el yo quiero o, en su caso, el no quiero, dotado a veces de mucha mayor enjundia antropológica y ética.


Podríamos hablar de un escalonamiento en dos pasos hasta alcanzar la esencia del amor.

1.- Negar que se trate de un simple sentimiento, de un afecto sensible, aunque en ningún caso tenga por qué excluirlo. 

2.- Resaltar su carácter eminentemente activo, calificándolo como determinación firme de la voluntad. Amar se demuestra amando.

El hombre, animal, rebasa al sólo animal por el querer y, según convenga, supera y excede los meros deseos, pasiones y afectos.

Querer es, pues, un acto humano, tal vez el acto más humano que quepa llevar a cabo.
Es un acto libre y, por tanto, inteligente, decidido, fuente de iniciativas creadoras y muchas veces esforzado, y siempre desprendido, generoso, altruista.


No hay comentarios:

Publicar un comentario