jueves, 27 de julio de 2017

ABELARDO Y ELOÍSA (4)


Cuando a pesar de todos sus razonamientos y amén de haber podido pecar de vanidosa, Eloísa comprende que no ha convencido a Abelardo quien está decidido a casarse y sólo sabe decir, refiriéndose a su inevitable matrimonio y casi a modo de premonición: “Una sola cosa resta, para que el dolor que siga a nuestra ruina sea mayor que el amor que la precedió”.

Tras el nacimiento de su hijo éste quedó bajo la tutela de su hermana y ellos regresaron a París donde, en presencia del canónigo, contrajeron matrimonio.
Abelardo consideraba que, con esto, quedaba saldada la afrenta e insistió en mantener el matrimonio en secreto y, conforme a ello, tras la ceremonia cada uno, oculta y separadamente, se fue por su lado.

Sin embargo para Fulberto, la situación no cambiaba nada, porque los amores del filósofo con su sobrina, al no conocerse su matrimonio, seguían siendo motivo de murmuración y el honor familiar continuaba en entredicho.
Por ello hacía correr la voz de que eran marido y mujer pero, ante esto, Eloísa, fiel a los deseos del filósofo, lo negaba rotundamente, por lo que Fulberto comenzó a atormentarla con innumerables ultrajes.
  
Por todo ello Abelardo la llevó a la Abadía de Argenteuil, en la que había sido alumna, haciendo parecer que había tomado los hábitos.
Esto empeoró la situación pues creyeron que quería dejarla en el convento y desentenderse de ella.

Entonces fue cuando Fulberto comenzó a tramar la desgracia de Abelardo y con la ayuda de algunos amigos, que sobornaron a uno de los sirvientes del filósofo, llevaron a cabo su venganza, que tal como la expresa el propio Abelardo consistió en: “me castigaron con cruelísima y vergonzosísima venganza que recibió el mundo con estupor, amputándome aquellas partes de mi cuerpo con las que yo había cometido lo que ellos lloraban.”

LO CASTRARON.

Abelardo se sume en una profunda confusión pareciéndole, a veces, su dolor inferior a la vergüenza que siente ante el castigo recibido.
¿Cómo podrá continuar con su vida y presentarse ante el mundo y ante Eloísa, siendo además consciente de que la Ley de Dios prohíbe la entrada en la Iglesia de aquellos que hayan sufrido este tipo de amputaciones que son considerados inmundos y pestilentes?

Poco después ambos tomaron los hábitos, Eloísa en Argenteuil y Abelardo en Saint Denis.

Esto supuso largos años de separación y silencio.

Hasta que en 1135, por casualidad, cayó en manos de Eloísa el manuscrito donde Abelardo relataba sus desventuras.
Su lectura provocó en ella una gran conmoción y, desde luego, fue el detonante para que se decidiera a romper su silencio y a expresarle en sus cartas todo el amor y la pasión que seguía latiendo en ella.
El comienzo de su primera carta así lo atestigua: “[…] que sólo hallé en ella una circunstanciada relación de nuestros trágicos sucesos. Conmoviose excesivamente mi espíritu y parecíame superfluo hablar allí (para consolar a tu amigo de alguna pequeña desgracia) de nuestros graves infortunios.”

El relato de Abelardo no se limitaba a contar sus desventuras en aspectos de su vida personal, como pueden calificarse sus amores con ella y a las crueles consecuencias que estos tuvieron para ambos, sino que incluía un detallado informe sobre los enfrentamientos que había tenido y, todavía tenía, con algunos filósofos y teólogos de la Iglesia que habían tenido consecuencias muy negativas en su vida profesional y que, por ello agrandaban, si cabe, sus calamidades.

¿Qué puede hacer la realidad frente al deseo?

Las cartas que intercambian los amantes, tras la lectura de Eloísa del manuscrito de Abelardo, demuestra lo dolorosa que la realidad resulta para ambos y cómo la sobrellevan habitando y conviviendo sólo en la memoria.

En este sentido la frase de Eloísa: “Me acuerdo (¿acaso se olvida algo a los amantes?) del instante y del sitio en que por primera vez me declaraste tu ternura, jurando amarme hasta morir. Tus palabras, tus promesas y juramentos, todo está grabado en mi corazón”.

 Eloísa obedeció a Abelardo, tomó los hábitos, se apartó del mundo tal cómo él deseaba, porque si no era de él sólo sería de Dios.

En este sentido Abelardo reconoce que, tras su mutilación, no podía soportar la idea de que ella le olvidara y se consolara con cualquier otro.
Los celos le obligaron a pedir a su amante, no sólo que se retirara de la vida mundana, sino a que tomara los hábitos y esperó a que ella lo hiciera para después hacer él lo mismo.


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