sábado, 22 de julio de 2017

RESUMEN DE "SEXO Y MATRIMONIO" EN SAN AGUSTÍN (y 2)


Como la unión de Cristo con su Iglesia.

Como el amor de Cristo con su Iglesia es indefectible, así la unión de los cónyuges cristianos es indisoluble.

El alma del matrimonio cristiano descansa en una unión espiritual y no sobre la libido.

Así pues, el placer debe ser excusado para entrar en el matrimonio (concepto pesimista del placer).
Luego, cuanto más se reprima el deseo carnal, el placer sexual, mejor para la unión y comunión de los esposos.

Para poder explicar esta posición de San Agustín hay que ir a sus fuentes, que no es sólo, ni fundamentalmente, la Escritura, sino la Apatheia estoica, la influencia maniquea (primero convertido “a” y después convertido “de”) y, contra ellos reivindicando la santidad del matrimonio) y su polémica con los pelagianos (y subrayando el hecho del pecado original),… (Influjos del ambiente de su tiempo)

Pero de la revelación no puede llegarse a esas conclusiones sino que él, San Agustín, llega a ellas porque pensaba así de antemano.

Se opone al único método anticonceptivo aceptado durante toda la historia de la Iglesia como el único método lícito para evitar la concepción, la continencia periódica, aprovechando los períodos no fértiles de la mujer.
Aunque, si se piensa bien, este método de la “continencia periódica” parece una hipocresía, ya que si el fin primero y primario es la concepción, la prole, la especie,…aprovechar ese período es una hipocresía, porque se sabe que no va a ocurrir la concepción pero sí el orgasmo placentero.

¿Cómo lo practicaba él, con Floria Emilia, durante tantos años, antes de “casarse con Continencia” tras la conversión al cristianismo y durante su militancia en el maniqueísmo?

Su influencia, sin embargo, todavía perdura, aunque mitigada, en nuestro tiempo.

Hay que reseñar, sin embargo, que el pesimismo de San Agustín fue exacerbándose a lo largo de los siglos por obra y gracia de documentos espurios, entre los cuales estaba el “Responsum Beati Gregorii ad Augustinum Episcopum” según el cual será ya pecado el mero hecho de experimentar el placer sexual, llegando a considerarse pecado todo acto conyugal, aunque estuviera ordenado a la procreación (así decía el Salmo: In peccato concepit me mater mea” y que, el mismo San Agustín, decía de su hijo Adeodato que era “hijo del pecado” al experimentar placer con su amante Floria Emilia.

Hoy sabemos que dicho documento es una falsificación redactada en la primera mitad del siglo VIII y fue el que ejerció gran influencia sobre el pensamiento occidental.
Tanto que Gregorio Magno prohibía la entrada en la iglesia a los esposos que hubieran realizado, ese día, el acto conyugal, pues el placer no estaba libre de culpa.

La Teología medieval está bajo el pesimismo exacerbado, y no sólo por la influencia agustiniana, también por el maniqueísmo, el pelagianismo y la herejía cátara.

Se distinguiría dos tipos de sexualidad: la “sexualidad corporal” y la “sexualidad espiritual”.

Sería ABELARDO quien criticaría el pesimismo agustiniano sobre las relaciones sexuales (el próximo capítulo lo dedicaré a Abelardo y Eloísa).
Abelardo se empeña en demostrar la bondad intrínseca del acto conyugal con una lógica aplastante: “toda obra del Creador es buena y puesto que el Creador de los cuerpos ha querido que la actividad sexual vaya acompañada de placer, el que lo goza legítimamente no hace más que aprovecharse sanamente de un don divino y no comete pecado alguno”

Es de alabar la corriente de optimismo, en relación con el matrimonio, por parte de Abelardo.

Hugo de San Víctor distinguirá un doble consentimiento conyugal: el primero, esencial al matrimonio, tiene como objeto la unión espiritual de varón y mujer; el segundo, algo que se añade secundariamente, es el “comercio carnal”
De donde podemos deducir que María y José contrajeron un verdadero matrimonio, el espiritual, que es el matrimonio ideal, el matrimonio perfecto, el espiritual, sin relaciones sexuales, ya que ella quedó encinta por el Espíritu Santo, que la cubrió con su sombra…

Y cuando oigo decir a las monjas, enseñando su alianza de matrimonio en el dedo, que “ellas están casadas con Dios”, me viene a la mente la distinción de Hugo de San Víctor.

Los medievales seguirán defendiendo que la “unión marital” (la esencia del matrimonio) no implica el efecto (unión de la carne, de los cuerpos).

El “bonum fidei” agustiniano se amplía. Ya sería: “a ti y a ningún otro, a ti y sólo a ti”

Pero Santo Tomás seguirá siendo un pesimista agustiniano.

Quizá el filósofo medieval más consecuente sería Duns Escoto:
“Si el fin último del acto conyugal es la procreación y sabiendo, como sabemos, que una mujer embarazada, en sus relaciones sexuales, está desperdiciando el semen del varón, ¿por qué no la poligamia para ayudar a crecer a la especie e incrementar los fieles a Dios?

El Concilio de Trento afirmará que el matrimonio es una “comunidad de vida y de amor, prescindiendo del ejercicio del “ius in corpus” pero que, si se ejercita, su finalidad no puede ser otra que la procreación, con la educación siguiente.

También escribiremos la posición de Freud (del que también escribiremos más adelante) en este tema, destruyendo la base del amor romántico y afirmando un eros cristiano.
Dirá que los seres humanos no se limitan al acoplamiento, como los animales, sino que la sexualidad humana es un fenómeno psicológico y social y sus relaciones sexuales no pueden reducirse ni a lo fisiológico ni a lo genital.

El campo de la “sexualidad” es mucho más amplio que el de “sexo”

Ya en el siglo XX, el Papa Pío XII, afirmará que “reducir la cohabitación de los cónyuges y el acto conyugal a una pura función orgánica (como en los animales) para la transmisión del semen sería como convertir el hogar doméstico, santuario de la familia, en un simple laboratorio biológico.
El creador ha dispuesto también que, en esa función, los cónyuges busquen el placer y la felicidad en el cuerpo y en el espíritu y, haciéndolo así “no hacen ninguna cosa mala”.

Sencillamente aceptan lo que el Creador les ha destinado.
No es más que lo, siglos antes, expuesto por el medieval Abelardo, pero mucho más alejado de lo del Papa Gregorio Magno que, incluso el acto sexual con vistas a la procreación, ya era malo, lo que va más lejos que lo de ser sólo un “pecado venial”.

Satisfacer el “débito conyugal” hacia el otro cónyuge (no hacia cualquier otro) no es más que poner el propio cuerpo a su disposición para el acto conyugal.

A la continencia periódica, que hoy se considera “un” método anticonceptivo (la mejor forma de no quedar embarazada es no tener relaciones sexuales en el período fértil), públicamente admitida, incluso aconsejada, San Agustín, como antes hemos dicho, le niega la moralidad.
Y, bien pensado, es que es una estrategia de rehuir la concepción, una especie de hipocresía. “No lo hago, ahora, porque…pero sino…”

San Agustín, como ya hemos visto, ante la posibilidad de engendrar sin el coito y, por lo tanto, sin orgasmo, lo considera lo ideal y preferible.

Y es verdad que San Agustín, durante siglos, ha sido el maestro por antonomasia, pero cada vez iba siendo superado al ritmo de los nuevos conocimientos científicos y hoy sería absurdo y estaría fuera de lugar al haber separado el acto sexual, como placer únicamente, del acto sexual como procreador.

La dimensión afectiva del acto conyugal, la del primer Agustín enamorado de Claudia Emilia y padre de Adeodato, fue totalmente postergada, incluso negada y renegada, tras su conversión, viendo sólo pecado en lo que antes sólo veía amor.
Sería cuando, posteriormente, unirse a la propia esposa, por el placer que de ello se seguía, equivaldría a tratar a la mujer como una prostituta, sólo generadora de placer.

Dos mentalidades, a lo largo de la historia, propiciadas por dos culturas distintas, harán ver la misma realidad de dos maneras totalmente opuestas.
Sabiendo que las verdades definitivas, en este campo, nunca pueden afirmarse y las certezas dejan de serlo porque no se excluye la posibilidad de lo contrario.

Mientras la moralidad antigua siempre partía de la aceptación de Dios como Creador de todo y, por lo tanto, de respeto a la naturaleza, lo que suponía la manifestación divina, hoy se ha secularizado la naturaleza misma y nadie negará que construir un pantano es presionar el curso de la naturaleza del río, como corriente de agua, no dejándola correr, como los métodos anticonceptivos actuales son barreras humanas que el hombre interpone para poder gozar sin riesgo de procrear.

Hoy, y cada vez más, la dimensión afectiva, la mutua ayuda, el mutuo placer, la felicidad terrena es lo prioritario sabiendo que, además, si se desea, también se puede engendrar, pero en segundo lugar.
Aceptar el sempiterno sermón de “recibid todos los hijos que Dios os dé” ha pasado a “tendremos los hijos que mutuamente queramos, como los queramos y cuando los deseemos” porque un trabajo, un contratiempo, una enfermedad,… puede posponerlos o renunciar a tenerlos sin renunciar al placer sexual.

El orden (primeramente engendrar y secundariamente placer) ha sido alterado.

No es la especie sino el bien de la pareja el fin principal de la unión por lo que una ligadura de trompas y una vasectomía se consideran normales si la pareja así lo desea, si quieren seguir disfrutando del sexo sin renunciar al orgasmo.

¿Y qué decir de, tras la menopausia, seguir practicando el coito sólo buscando placer, sin posibilidad de procreación?

No se trata de copular, con cualquiera, sino hacer el amor con la persona amada. Cuerpo y espíritu juntos. Y no necesariamente prole y, menos, una familia numerosa, tan típica cuando la naturaleza, con la mortalidad infantil iba cribando y sólo sobrevivían los más fuertes.
Hoy parece casi un delito dejar morir a un niño y no es la naturaleza la que selecciona, sino la cultura la que no permite que nadie caiga por los agujeros de la criba.

La unión matrimonial está por encima del aumento de la familia.


Creo que deberíamos dejar fuera a Dios en todo este tema.

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