domingo, 16 de julio de 2017

SAN AGUSTÍN: OCTAVA CARTA DE FLORIA EMILIA


Tal vez exista un ser incorruptible que haya creado el mundo y todos sus seres vivos, incluidos mujeres y niños.
Pero, para mí, siguen siendo un misterio las conclusiones que deduces de tu fe: «Mi vida mundana me desagradaba profundamente y ya era para mí una carga muy pesada».
Y explicas lo que quieres decir cuando hablas de «vida mundana»: «Me veía aún fuertemente encadenado a la mujer. Ya sé que el Apóstol no me prohibía el matrimonio, aunque me aconsejaba un estado mejor, al desear que todos los hombres fueran como él”.

«De este modo, mis dos voluntades, una vieja y otra nueva, una carnal y otra espiritual, luchaban entre sí, destrozando mi alma con su enfrenta-miento».

Tuvo que ser en esa época cuando me escribiste una carta en la que proclamabas cuánto echabas de menos nuestros abrazos.
Pero no te preocupes por esa carta, no se la enseñaré al sacerdote.

Y relatas cómo fue librándote Dios de las cadenas de la concupiscencia de la carne, de los ojos y la ambición del mundo.

«Dame la castidad y la Continencia, pero no ahora», le ruegas y luego dices: «Temía que respondieras de inmediato a mi petición y me sanaras demasiado pronto de mi concupiscencia, que yo quería satisfacer más que apagar».

Finalmente tu nueva Amada fue a tu encuentro y te estrechó entre sus brazos, «serena y sonriente, sin malicia».

Casi siento deseos de felicitarte, porque a pesar de todo es como si te hubieras casado.
Con una reina invisible, bien es verdad, pero era a Ella a quien deseabas.
De esa forma te casaste sin que una nueva mujer tuviera que entrar en la casa de tu madre; así obtuvo Mónica el control de todo, la supongo muy feliz, hecho que tú tampoco intentas ocultar.
Consiguió que te casaras y bautizaras a la vez.

“Solté las riendas de mis lágrimas y se desbordaron como dos ríos desde mis ojos, sacrificio que Te es aceptable, Señor».

Volviste a buscar refugio bajo una higuera, cerrando así el círculo, pues segura estoy de que pensaste en la nuestra de Cartago.

Escribes: «Después nos dirigimos Alipio y yo a ver a mi madre. Le contamos todo, con gran gozo de su parte.

Un gozo mucho más pleno de lo que ella había deseado, era un gozo mucho más íntimo y casto que el que ella esperaba encontrar en los nietos nacidos de mi carne».

¿No te apresurabas demasiado en desechar las posibilidades de Adeodato en su descendencia?
En aquel momento no podías prever su infeliz destino.
¿O el pobre muchacho se dejó también abrazar por Continencia?
¿Quizá ya no lo considerabas hijo tuyo?

De acuerdo, era bastardo, lo sabemos, pero aún falta por llegar el último acto de la tragedia...

Escribes sobre el viaje de vuelta con Alipio desde la finca de Verecundo: «También llevamos en nuestra compañía al joven Adeodato, nacido de mi carne y fruto de mi pecado. Tú, Señor, le habías hecho bueno. Era de quince años apenas, mas, por su ingenio, aventajaba a muchos varones doctos y afamados.
Dones tuyos eran.
De este muchacho sólo era mío el pecado.

Aunque entonces sólo tenía la edad de dieciséis años.   

Aquella agudeza mental suya me daba miedo.
¿Y quién, sino Tú, podía ser el autor de tales maravillas?.

Pronto arrancaste su vida de este mundo.

Yo no sé si fue Dios quien arrancó a Adeodato de esta tierra. Sólo sé que fuiste tú quien lo arrancó de su madre.

¡Adeodato era mi único hijo, honorable obispo!

¿No fue extinguiéndose bajo tu custodia, hasta que finalmente murió, dejándonos solos a los dos?

Qué tranquilo estarás ahora, libre ya de la preocupación de que también Adeodato pudiera ser tentado bajo una higuera por una mujer caprichosa.


Pero yo me habría preocupado aún más si también él se hubiera arrodillado un día ante Continencia, como su esclavo y sometido esposo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario