jueves, 13 de julio de 2017

SAN AGUSTÍN: QUINTA CARTA DE FLORIA EMILIA


Pero yo la engañé cuando estaba firmemente asida a mí, tratando de convencerme de que desistiera de mi propósito o bien le permitiera ir en mi compañía».
La engañamos, Aurelio.
Le hiciste pasar la noche en aquel templo de Cipriano y nos hicimos a la mar, amparados por la oscuridad, con el pequeño Adeo-dato a sus once años.   
Si íbamos a emprender una vida juntos, debíamos dejar atrás a Mónica.

Pero ninguno de los dos nos sentíamos próximos a esas palabras sobre el fuego y los tormentos eternos.
Éramos demasiado cultos para ello.

Siempre me dejabas acompañarte, especialmente cuando ibas a conocer gente nueva.
Te sentías orgulloso, un triunfador, por tenerme a tu lado; no tanto por haberme elegido como porque yo te hubiera elegido a ti.
En ese tiempo conseguiste un puesto imperial como maestro para enseñar Retórica en Milán.

A orillas del Arno.
¿Recuerdas cómo nos quedamos extasiados contemplando las colinas cubiertas de nieve que surgían detrás de los árboles?
Pero me temo que tú sólo puedes recordar ideas o pensamientos, no te siento capaz de asistir a las experiencias que se aprehenden con los sentidos.

Cruzamos el río y te aproximaste a mí mientras atravesábamos el puente.
Ibas hablando con alguien pero, de repente, apareciste a mi lado.
Me abrazaste tiernamente y susurraste: «¡La vida es tan breve, Floria!»

Pero esto sucedió antes de que Mónica llegara a Milán, antes de que planeara tu matrimonio, antes de tu encuentro con los teólogos.
Lo que sucedió sobre el Arno no estaba causado por un «apetito carnal» o un «deseo sensual», honorable obispo.
Allí, en ese puente, hiciste algo que sabías que me gustaría, fue un gesto hacia mí, una muestra de que me reconocías como tu elegida, aunque las leyes no te lo reconocieran.
Fue una muestra de alivio el poder movernos, por fin, libremente, en una tierra apartada de Monica.

Éramos como dos fugitivos.

Crees que tu Dios te condena por haber encontrado placer en el aroma de mis cabellos y que, para redimir pecados de tan baja índole, hizo clavar en la cruz a su único hijo.
También a ti y a mí nos acompañaba un hijo en ese viaje, un hijo que saltaba y corría alrededor de su padre y su madre.
¿Lo verías clavado en una cruz en nombre del amor?

Espero, por la salvación de tu alma,  que tu Dios tenga un sentido del humor tan desarrollado como el tuyo antes del encuentro con tus teólogos. Incluso quizá tenga un sentido del humor aún más macabro y piense que tu alma se ha deteriorado tanto desde que cruzamos juntos ese río que ya no es posible salvarla.

“Donde hay más ingenio, honorable obispo, suele haber menos amor”

Al otro lado del puente había unos comerciantes; a ellos les compraste el camafeo que ahora tengo apretado en mi mano.
Dios me perdone por concentrarme en algo «carnal», pero es todo lo que tengo.
Yo no he visto ningún resplandor en mi interior, ni he tenido visiones ni oído voces, en ese aspecto soy una mujer simple.
No te deseo más que el bien para la salvación de tu alma.

La vida es breve y yo sé muy poco.

Pero imagina, Aurelio, que no hubiera ningún cielo sobre nosotros, imagina que hayamos sido creados sólo para vivir esta vida.

En ese caso, ojalá nuestras almas vuelen sobre el Amo eternamente; pues fue en Florencia donde floreció Floria y fue bajo el sol de un áureo atardecer en el Arno cuando tu frente, Aurelio, brilló como el oro.

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